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nes a Alberto. Su exterior sosegadísimo se contrapone sobremanera al vaivén de mis ímpetus, y resalta de plano. Es afectuoso, y se ve correspondido.

No adolece del achaque de enfadadizo, que me indispone de remate con sus pacientes.

Me conceptúa de algún despejo, y mi pasión a Carlota, la complacencia con que desempeño sus encarguillos, realzan su triunfo y estimulan su cariño. Allá se las haya con su lejanía de celos, que yo en su lugar no me consideraría tan en salvo de los asomos de semejante diablillo.

Séase como quiera, mi dicha de estar junto a Carlota voló. ¿Llamaremos a esto demencia o ceguedad?

¿Qué suponen los nombres? El caso está hablando por si. Sabía cuanto sé ahora; antes de la venida de Alberto sabia que no habia lugar a pretensiones, y ninguna hice, que en suma es no aspirar a la menor parte de tan exquisita preciosidad, y, sin embargo, estoy hecho un mirón estafermo, porque el otro llegó, en efecto, y cargó con la dama.

Me muerdo los labios, y chanceo una y muchas veces sobre aquello de que debo conformarme, porque al cabo no puede menos de ser asi... Quitenme de acuestas ese espantajo... Me embosco a carrera por los alrededores, y cnando acudo a Carlota y está sentada con su Alberto al lado, debajo de la enramada del huertecillo, no me queda otro arbitrio sino hacer el mentecato rematado y entretenerme con alguna inconexa inamarrachada... «Por Dios santome ha dicho hoy Carlota, que no tengamos pasajes como el de anoche: me asusto con tales chanzone-