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de cachorrillos descargados y dormía sin zozobra.

Una siesta lluviosa, estando ocioso, no sé cómo se me ocurrió que podíamos padecer un asalto, que no habia como cargar los cachorrillos, y podiamos... Ya sabéis lo que sucede; se los di al criado para pulirlos y guardarlos; se puso a juguetear con la muchacha y en ademán de asustarla. Dios sabe cómo, se disparó el arma estando la baqueta dentro, y se le clavó en la mano a la mozuela deshaciéndole el pulgar. Tuve esta pesadumbre y que costear la cura, y desde entonces dejo todas mis armas descargadas.

Conque, amiguito, ¿de qué sirven precauciones? No hay escarmiento que sortee el peligro. Por supuesto... Ya sabes tú que estoy corriente con los hombres hasta que llega un «por supuesto». Pues, ¿no se deja entender que toda proposición que se da por sentada padece sus excepciones? Pero el hombre tiene sus despachaderas, y cuando conceptúa que ha dicho algo precipitado, general y medio cierto, no se cansa luego de poner cotos, de alterar, de añadir y de quitar hasta que se extravia del asunto.

Aferróse en su tema; dejé de escucharle, me impacienté, y, con ademán ejecutivo, me asesté una pistola a la sien derecha. «¡Ay!—exclamó Alberto arrebatándome el arma—; ¿a qué viene eso?»> Está vacia—le contesté—. Aun así, ¿a qué viene?—replicó azoradamente—. No alcanzo cómo un hombre enloquezca hasta el punto de dispararse, y asi la mera aprensión me vuelca.

—Allá ustedes los hombres—prorrumpi—; en ventilando un asunto, luego sentencian, esto es demen-