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y mis arranques se iban asomando al desvarío, y no me arrepiento; por cuanto he conceptuado, a mi modo, cómo a todo hombre extraordinario, ejecutor de imposibles aparentes, se le suele apodar de beodo o de frenético.

Aun en la vida común se hace intolerable el que tras un hecho gallardo, esclarecido e inesperado, se le esté al paso apellidando beodez, fatuidad. Malhayan los sobrios, y peor los cuerdos.

—Aqui de tus disparos—dijo Alberto —; tú todo lo desencajas, y en esto, a lo menos, andas desacertado, encumbrando el suicidio, de que se trataba, al predicamento de grandioso; y cuando más, se debe graduar de flaqueza; pues realmente es más llevadero el morir, que el sobrellevar con entereza una vida desastrada.» Tuve impulsos de darle un destemplón, pues ninguna razón me descompone como las insulsas y vulgarisimas que suelen anteponer a los arranques del corazón. Contúveme, sin embargo, porque harto le había escuchado, con lo cual me habia ido más y más airando, y así le repliqué con cierto impetu:

<Conque ¿flaqueza? No hay que descaminarse con las apariencias. ¿Se tildará de flaqueza el arrojo de un pueblo que, desangrando bajo el yugo de un tirano, al fin se encarama y estrella sus cadenas? Un hombre, en el sobresalto de ver incendiada su casa, se reviste de pujanza, y carga ágilmente con pesos que, en pleno sosiego, no alcanzaría a mover. El que con la saña de un insulto contrarresta a media docena, y los arrolla. ¿será débil? Y, amado mío, si .