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el ahinco es fortaleza, ¿por qué su redoble ha de ser lo contrario?» Alberto me clavó la vista, y dijo:

«No hay que enojarse—; pero ese ejemplo, en mi concepto, nada tiene que ver con el asunto.—Todo cabe—le dije —; estoy harto de oir tachar mis raciocinios como rayanos del devaneo. Veamos, sin embargo, si de otro modo podemos hacernos cargo de que un hombre puede ser de sobra esforzado para arrojar de si el peso de la vida, por otros títulos agradable. Pues sólo si nos conmovemos al unisono con una cosa, podemos hablar de ella honradamente.

La naturaleza humana — continué—tiene sus lindes; puede, hasta cierto grado, sobrellevar el gozo, el desconsuelo y el dolor; pero se estrella de plano en traspasando la raya. No cuadra aquí la pregunta de si, alguien es débil o fuerte, sino si, alcanzará a resistir a tal o cual impresión, y ésta se puede considerar fisica o moralmente; y aun así, es para mi extrañísimo el afirmar que un hombre es cobarde porque se quita la vida, como fuera inaudito el tildar a uno de cobardia porque fallece de una calentura maligna.

—Paradoja, muy paradoja—exclamó Alberto—.

No tanto como os parece—le repliqué—: graduamos de mortal toda enfermedad, por lo cual está allá tan acosada la naturaleza, que socava, en parte, su pujanza, y en parte inutiliza lo restante, imposibilitándola de rehacerse, y de volver a su curso ordinario, por algún vuelco venturoso.

Apliquemos ahora, querido mio, esta doctrina al