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en las estrecheces de mi escaso pecho, he logrado paladear la bienaventuranza que por sí y ante si lo abarca todo.

Hermano mío, el recuerdo solo de aquellas horas me enamora todavía; y el ahinco de renovar tan indecible impulso para expresarlo, embarga todo mi espíritu, y va luego redoblando las zozobras que, actualmente, me atosigan.

Hay tendido ante mi un telón, y la perspectiva de la vida infinita se me ofrece en el abismo del patente sepulcro. Podrás decirme: este es el paradero universal; allá lo arrolla todo el torbellino que vuelca nuestra tanda escasa de existencia; y ¡ay!, arrebatada, alli se empoza. No hay un momento que, al par de los tuyos presentes, no te vaya menoscabando, y en que no seas tú indispensablemente un volcador; el paseo más inocente cuesta la vida a millares de gusanillos; un solo paso derriba el trabajoso edificio de las hormigas, y hunde allá un pequeño mundo en la aciaga tumba. No, los grandiosos y peregrinos fenómenos del universo, los diluvios, los terremotos que empozan ciudades enteras, no me mueven; lo que me amortaja el corazón, es la pujanza asoladora que se encubre en toda la naturaleza. Quien nada labró, nada desmejoró, ni al vecino, ni a sí mismo. ¡Qué ahogo, qué mareo es éste! Cielo y tierra con su poderío disparado me arrebatan. No veo más que una alimaña devorando y rumiando incesantemente.