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y la cincha, y lo, cabalgan con desdoro... No sé lo que debo, amigo del alma. ¿No será, quizá, el anhelo tras la mudanza de situación, allá una impaciencia interna e incontrastable con la cual tengo al fin que avenirme?

28 de agosto.

Es ciertísimo que ni rastro me quedaría entre estas gentes de mi dolencia, si de suyo fuese curable. Hoy es mi cumpleaños, y tempranito he recibido un paquetillo de Alberto. Al abrirlo, me dieron en rostro los lazos rojizos que llevaba Carlota en nuestra primera vista, y que alguna vez le había pedido. Acompañábanlos dos tomitos en dozavo, que eran del Homero de Wetstein, edición que habia estado apeteciendo, porque la de Ernestí no era propia para cargar con ella en el paseo. Ahi verás cómo salen al encuentro a mis anhelos, cómo me franquean amistosa y eficazmente sus regalos, mil veces más apreciables que los agasajos lujosos, con los que nos humilla la vanidad del obsequiante. Beso incesantemente los lazos, y en cada alentada, me voy empapando en el recuerdo de aquel cúmulo de primores, que colmaron los escasos y venturosos días que allá volaron para siempre. Asi sucede Guillermo, y no me enojo, que las flores de la vida son de mera apariencia. ¡Cuántas nos pasan de largo, sin dejar tras de sí el menor rastro! ¡Cuán pocas fructifican, y cuántas menos brindan con sazonados frutos! Sin embargo, los hay con suficiencia; mas, ¡oh hermano mio! ¿Es posible que se abandonen, menosprecien,