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lleria ande maldiciendo, considerándose en lugar preeminente. Cuando las hablillas son infundadascualquiera se hace el desentendido.

16 de marzo.

Todo me acosa. Me encuentro hoy con la señorita B... en la alameda; no puedo menos de hablarla, y de manifestarle, apenas se desvian las gentes, mi pesar, por su extrañeza consabida. «¡Oh Werther!—me dice con acento entrañable.—¿Conociendo mi corazón, puede usted interpretar asi mi trastorno?

¡Cuánto padecí por su causa, apenas le vi en el salón! Todo lo preví, y cien veces lo tuve en la punta de la lengua, para decirselo a usted. Sabia que la de S... y la de T..., antes se hubieran estrellado con sus intimos, que consintiesen en permanecer con usted. Sabia que el Conde no quería indisponerse con usted, y de ahí la corrección. Encubriendo mi asombro, ¿cómo, señorita?—dije—; y al punto, cuanto me habia informado anteayer Adelin, me corria como agua hirviendo por las venas.—«¡Cuánto estuve padeciendo!» —dijo la angelical muchacha, arrasándosele los ojos—. No era dueño de mí, y tuve impulsos de arrojarme a sus plantas.—Expliquese usted—exclamé—. Las lágrimas le bañaban las mejillas. Estaba fuera de mi. Se enjugó sin rebozo, y siguió: Está usted enterado acerca de mi tía; estaba presente, y ¡con qué ojos lo registraba todo! Werther, anoche le oi una plática, y hoy tempranito otra, sobre mi trato con usted, y he tenido que oir cómo le abominaban, le abatian, sin poder ni atreverse a sincerarle, sino a medias.