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IV
Perfiles borrosos

duba la debilidad de sus piernas con un bordón grueso y retorcido, único apoyo que le quedara en el mundo.

—Es un amigo mío. Un pobre viejo que no tiene donde dormir y viene aquí: yo te arreglo un colchón sobre las sillas de la sala. Me da mucha pena dejarlo allí tan incómodo, pero mi cama la tiene ahora ocupada ese chiquillo que está enfermo, una víctima de la herencia...

Esta rara mujer que presenta el aspecto de un granuja, vive dos veces. Vive un presente de bien, prodigando alegrías con sus palabras balsámicas, frescas como el rocío, suaves como el musgo; haciendo obras pías con la naturalidad del que se cree obligado por su sola condición humana, para las que se priva de las suavidades de su colchón y se quita el pan de la boca, como sucede en la Leyenda Dorada y en Las Florecillas del hermano Francisco. Y vive en el pasado siempre que escribe: su literatura es evocativa, esencialmente evocativa. No busquéis en ella enredos novelescos, os defraudara; no pretendáis encontrar en ella tramas llenos de bifurcaciones, os engañaréis.

No. Por tas paginas de Carmen Lira los recuerdos pasan como los primeros vientos de la primavera, dejando un aroma de montaña, una melancólica alegría de tarde veraniega con oro de sol lento: una alegría confusa de mañana gris, mezclada con la sonrisa de un niño que se marcha triste para la escuela, el bostezo de la vieja que hace hoy lo que hizo ayer y mañana lo que hoy, sin esperanzas de variar: el pañuelo de la muchachuela que se fué con otro y lo dejó olvidado en la rasa del amante; nimiedades, nimiedades que son la recia, la intensa realidad.

Carmen Lira es de esos temperamentos que no se conmueven con una catástrofe y se alteran por una lagrima.

Más emoción debe producir en ella la sonrisa implorante de una harapienta que la puñalada que partió un corazón.