sente, no tenemos mas que palabras y palabras! Además, una princesa como tu hija ¡oh rey! pesa en la balanza más que lo que pueda tener en su mano este hombre desconocido.»
Y al oir estas palabras, el rey vió ennegrecerse el mundo ante su rostro, y gritó al visir: «¡Oh traidor execrable que odias á tu amo! No hablas así, tratando de disuadirme de ese matrimonio, mas que porque deseas casarte tú mismo con mi hija. ¡Pero eso está muy lejos de tu nariz! Cesa, pues, de querer sembrar en mi espíritu la turbación y la duda respecto á este admirable hombre rico, de alma delicada, de maneras distinguidas, pues si no, mi indignación por tus pérfidos discursos te dejará más ancho que largo.» Y añadió, muy excitado: «¿O acaso quieres que mi hija se me quede en los brazos, envejecida y desdeñada por los pretendientes? ¿Podré encontrar jamás yerno semejante á éste, perfecto en todos sentidos, y generoso y reservado y encantador, que sin duda alguna amará á mi hija, y le regalará cosas maravillosas, y nos enriquecerá á todos, desde el más grande al más pequeño? ¡Vamos, anda, y ve á buscar al jeque al-islam!»
Y el visir se marchó, con la nariz alargada hasta los pies, á buscar al jeque al-islam, que al punto fué á palacio y se presentó al rey. Y acto seguido extendió el contrato de matrimonio.
Y se adornó é iluminó la ciudad entera, por orden del rey. Y no había por doquiera mas que festejos y regocijos. Y Maruf, el zapatero remendón, aquel