bras eran del poeta Farruge, tenía un aire delicado que había compuesto la propia Wahba. Y con aquel canto acabó de transportar mi razón. Y tanto la supliqué, que hubo de aceptar el ir á mi casa con su hermana. Y nos pasamos todo el día y toda la noche en el éxtasis del canto y de la música. Y encontré en ella, sin disputa, la cantarina más admirable que oi nunca. Y su amor me penetró hasta el alma. Y acabó ella por hacerme el don de su carne, como me había hecho el de su voz. ¡Y adornó mi vida en los años dichosos que me concedió el Retribuidor!»
Luego dijo el joven rico: «He aquí ahora una anécdota referente á las danzarinas de los califas.»
Y dijo:
«Había en Damasco, bajo el reinado del califa Abd El-Malek ben Merwán, un poeta músico, llamado Ibn Abu-Atik, que gastaba con locas prodigalidades cuanto le producían su arte y la generosidad de los emires y de la gente rica de Damasco. Así es que, no obstante las sumas considerables que ganaba, estaba en la inopia y á duras penas atendía á la subsistencia de su numerosa familia. Por-
