calcinado estaba más melancólica que nunca, las mujeres de su séquito, para distraerla, la llevaron al jardín. Pero allí por donde paseaba los ojos no veía mas que la faz de su bienamado: las rosas le ofrecían su color y el jazmín el olor de sus vesti- dos; el ciprés oscilante; su talle flexible, y el nar- ciso, sus ojos. Y viendo las pestañas de él en las espinas, se las clavaba ella en el corazón.
Pero en seguida el verdor de aquel jardín hizo reverdecer un poco su corazón mustio; y el agua corriente que le hacían beber disminuyó la seque- dad de su cerebro. Y las jóvenes de su séquito, que tenían la misma edad que ella, sentáronse en corro alrededor de aquella belleza, y empezaron por can- tarle dulcemente un ghazal ligero en la clave mu- sical menor y con el compás ramel lento.
Tras de lo cual, al verla más propicia, su don- cella más querida se acercó á ella y le dijo: «¡Oh señora nuestra Almendra! has de saber que, desde hace unos días, se encuentra en nuestras tierras un joven tañedor de flauta, venido del país de los nobles Hazara, y cuya melodiosa voz atrae al pá- jaro escapado de la razón, detiene el agua que corre y á la golondrina que vuela. Y ese joven real es blanco y rosado, y se llama Jazmin. Y en ver- dad que el lirio y la rosa se desvanecerían en su presencia. Porque su talle es un balanceo de ciprés, su rostro un tulipán fresco, sus cabellos hacen pen- sar en mil noches oscuras, su tez es ámbar rubio, sus pestañas dardos curvos, sus rasgados ojos dos