que no ha podido venir tan de prisa como yo, á causa de los pesados esplendores de que está cargada. Y habiendo hablado así, el joven mameluco besó de nuevo la tierra entre las manos del rey, y se fué como había venido.
Entonces el rey, en el límite de la dicha, pero furioso contra su visir, se encaró con él y le dijó: «¡Alah ennegrezca tu rostro y lo vuelva tan tenebroso como tu espíritu! ¡Y ojalá maldiga tu barba ¡oh traidor! y te convenza de tu embuste y de tu doblez como por fin vas á convencerte de la grandeza y del poderío de mi yerno!» Y aterrado y prometiendo no hacer en adelante la menor observación, el visir se arrojó á los pies de su señor, sin fuerzas para responder ni una sola palabra. Y el rey le dejó en aquella posición, y salió á dar orden de adornar y empavesar la ciudad, y de prepararlo todo para salir con un cortejo al encuentro de su yerno.
Tras de lo cual fué al aposento de su hija y le anunció la dichosa nueva. Y al oír la princesa á su padre hablarle de la llegada de su esposo á la cabeza de una caravana que ella misma creía era una invención, llegó al límite de la perplejidad y del asombro. Y no supo qué pensar, qué decir ni qué responder; y se preguntó si una vez más su esposo se mofaría del sultán, ó si habría querido, la noche en que le contó su historia, burlarse de ella ó sencillamente ponerla á prueba para ver si en realidad sentía inclinación hacia él. Y de todos mo-