recibió, una tras otra, dos bofetadas resonantes, que le rompieron otros dos dientes. Y le gritó: «¿Dónde estabas, ¡oh maldito!? ¿Y cómo te has atrevido á abandonar nuestra casa de El Cairo sin avisarme y sin despedirte de mi? ¡Ah! ¡ya te tengo, hijo de pe- rro!» Y Maruf, en el límite del espanto, echó á co- rrer de pronto en dirección al aposento de la prin- cesa, con la corona en la cabeza y arrastrando las vestiduras reales, en tanto que gritaba: «¡Socorro! ¡A mi, efrit de la cornalina!» Y penetró como un loco en el cuarto de la princesa, y cayó á sus pies, desmayado de emoción.
Y en seguida hizo irrupción en la estancia donde la princesa prodigaba sus cuidados á Maruf, rocián- dole con agua de rosas, la espantosa diablesa, lle- vando en la mano una maza que había traído con- sigo del país de Egipto. Y gritaba: «¿Dónde está ese granuja, ese hijo adulterino?» Y al ver aquel rostro de brea, la princesa aprovechó el tiempo para fro- tar su cornalina y dar una orden rápida al efrit Padre de la Dicha. Y al instante, como si la hubie- ran sujetado cuarenta brazos, la terrible Fattumah quedó fija en su sitio con la actitud de amenaza que tenia al entrar.
Y cuando recobró el sentido, Maruf vió á su an- tigua esposa inmóvil en aquella actitud. Y lanzando un grito de horror, volvió á caer desmayado. Y la princesa, á quien Alah había dotado de sagacidad, comprendió entonces que la que estaba ante ella en aquella actitud de amenaza imponente no era otra