mataron á los que mataron é hicieron muchos cauti- vos, y se llevaron un botin considerable en mujeres y en bienes. Y en el número de los cautivos estaba el propio Doreid, jeique de los Juchamidas.
Y cuando llegaron á la tribu de los vencedores, Doreid, que habia tenido buen cuidado de ocultar su nombre y su calidad, fué puesto, con todos los demás cautivos, bajo una guardia severa. Pero impresionadas por su buena cara, las mujeres Fi- racidas pasaban y repasaban triunfadoras por de- lante de él con un aire coquetón. Y de repente exclamó una de ellas: «¡Por la muerte negra! ¡vaya un acierto que habéis tenido, hijos de Firás! ¿Sa- béis quien es éste?» Y acudieron los demás, y le miraron, y contestaron: «Éste es uno de los que han aclarado nuestras filas!» Y dijo la mujer: «¡Ya lo creo! ¡como que es un bravo! Precisamente él es quien regaló su lanza á Rabiah el día que se le encontró en el valle.» Y arrojó su túnica, en señal de salvaguardia, sobre el prisionero, añadiendo: <Hijos de Firás, tomo á este cautivo bajo mi pro- tección. Y se aglomeró mayor número de gente, y preguntaron su nombre al cautivo, que contestó:
- Soy Doreid ben Simmah. Pero ¿quién eres tú, ¡oh
señora!?» Ella contestó: «Soy Raita, hija de Gizl El-Tian, aquella cuyo camello conducía Rabiah. Y Rabiah era mi marido. >>
Luego se presentó en todas las tiendas de la tribu, y se dirigió á los guerreros con este lengua- je: «Hijos de Firás, recordad la generosidad del