Y un día, por aquel procedimiento, vió á su donce- llita, que se llamaba Ibnat-Ijlán, charlando con un joven de buen aspecto. Y acabó por saber de boca de la joven que aquel joven de quien la muchacha estaba enamorada era el célebre poeta Murakisch, y que ya había ella gozado de su amor muchas ve- ces. Y la doncella, que era en verdad hermosa y vivaracha, elogió á su señora la belleza y la mag- nífica cabellera del poeta, y en términos tan exal- tados, que la ardiente Fátima deseó apasionada- mente verle y gozarle á su vez, al igual de su don- cella. Pero primero, con su delicadeza refinada de princesa, quiso asegurarse de si el hermoso poeta era de buena familia. Y con ello precisamente daba prueba de saber portarse como verdadera árabe de alto linaje que era. Y así se distinguió de su donce- lla, menos noble que ella, y por tanto, menos escru- pulosa y menos exigente.
A tal fin, pues, la princesa recluída exigió una prueba, decisiva á su entender. Porque, cuando habló con la joven respecto á las probabilidades de que entrase el poeta en el castillo, acabó por decir- le: «¡Escucha! Cuando mañana esté contigo el jo- ven, preséntale un mondadientes de madera aro- mática y un pebetero en el que echarás un poco de perfume. Y después dile que se ponga de pie enci- ma del pebetero para perfumarse. Si se sirve del mondadientes sin cortarlo ni deshacer un poco la punta, ó si se niega á admitirlo, es un hombre vul- gar, sin delicadeza. Y si se coloca encima del pebe-