En vez de llorar á la pobre Aziza y llevarle luto en el alma, sólo pensaba en distraerme y divertir- me. Y nada era más delicioso para mi que visitar la casa de mi amante. Así es que apenas llegó la noche, me apresuré á dirigirme à su casa; y la encontré tan impaciente como si hubiese estado sentada sobre unas parrillas. Y apenas hube entra- do, corrió hacia mí, se colgó de mi cuello y me pi- dió noticias de mi prima; y cuando le hube contado los detalles de su muerte y de los funerales, se sin- tió llena de compasión, y me dijo: «¿Por qué no ha- bré sabido antes de su muerte los muchos favores que te había hecho y su abnegación admirable? ¡Cómo le habría dado las gracias y cómo la habría recompensado!»
Y yo añadi: «Y ha recomendado á mi madre que me dijese, para que yo te las repitiese sus últi- mas palabras:
¡Qué dulce es la muerte, y cuán preferible á la
traición!»
Cuando mi amante oyó estas palabras, excla-
mó: «¡Que Alah la tenga en Su misericordia! ¡He
aquí que te protege hasta después de muerta! ¡Pues
con esas palabras te salva de lo que había maqui-
nado contra ti y de la emboscada en que había re-
suelto perderte!»
Entonces llegué al límite del asombro, y dije: «¿Qué palabras son esas? ¿Cómo, uniéndonos el ca-