¡Vida del hombre! ¿Qué valdrias si no relampaguease la sonrisa en los labios de la amada, si no tuvieses el bálsamo de su rostro?
¡Oh muerte! Serías deseable si mis días hubiesen de transcurrir siempre lejos de mi amiga, aquella que ni las amenazas ni el destierro me harian olvidar!
¡Oh alegría de los amigos que se reunen en la pra- dera para beber los vinos exquisitos de manos del cope- ro! ¡Oh qué alegría la suya; cómo los abrasa la pasión cuando toman la copa de manos del copero!
¡Primavera! ¡Tus flores, al abrirse al lado de la muy amada, curan en mi alma las durezas pasadas, los dolores de la suerte ciega! ¡Oh primavera, tus flores en la pradera...!
¡Y tú, amigo, que bebes el licor rojo y perfumado, mira! ¡Debajo de tu mano se extiende la tierra, alegre con sus aguas, sus colores y su fecundidad!
Después de este canto admirable, que se elevaba
entre la noche, se levantó Kanmakán y quiso descu-
brir entre las tinieblas el sitio de donde salía la voz;
pero sólo pudo distinguir vagamente los troncos de
los árboles que se recortaban sobre el río. Descendió
hasta la misma orilla del río, y la voz se hizo más
distinta, cantando este poema en medio de la noche:
¡Entre ella y yo hay juramentos de amor! ¡Y por
eso he podido dejarla en la tribu!
¡Mi tribu es la más rica en caballos veloces y en muchachas de ojos negros! ¡Es la tribu de Taim!