me una sola mirada, ni siquiera una mirada despre- ciativa, pues me consideraba como un perro, cuya presencia debía pasar inadvertida. Y á pesar de todo, yo seguía encantado, admirando su belleza in- comparable, sobre todo cuando servía la comida á su hermano, sin cuidarse de ella para que á él no le faltase nada. Entonces, el joven, volviéndose hacia mí, me invitó á compartir la comida, y respiré tran- quilamente, porque ya estaba seguro de salvar la vida. Me alargó un tazón de leche y un plato con un cocimiento de dátiles y agua aromatizada. Comí y bebi con la cabeza baja, y le hice mil y quinien- tos juramentos de que seria el más fiel de sus escla- vos y el más devoto entre ellos. Y me sonrió é hizo una seña á su hermana, que fué á abrir un cajón muy grande y sacó de él uno á uno diez ropones admirables, tan hermosos los unos como los otros. Metió nueve de ellos en un paquete, y me obligó á aceptarlos. Y después me obligó á ponerme el dé- cimo; ¡y ese décimo ropón, tan suntuoso y admira- ble, es el que en este momento me veis todos vos- otros!
»En seguida el joven hizo otra seña, y la her- mana salió para volver muy pronto; y ambos me ofrecieron una camella cargada de toda clase de viveres y regalos, que he conservado cuidadosa- mente hasta hoy. Y habiéndome colmado de toda clase de consideraciones y presentes, sin haber he- cho nada para merecerlos, ¡al contrario! me invita- ron á usar de su hospitalidad todo el tiempo que