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dónde. El estudiante había salido para fumar. En la sala reinaba un silencio cortado por la respiración lenta de Lorenzo Petrovich.
—Sí, padrecito—decía lleno de alegría el chantre—. Si te encontraras por casualidad en nuestro pueblo ven a verme. No está más que a cinco kilómetros de la estación. Cualquier campesino te conducirá a mi casa. Vas a verme, a fe mía; te recibiré como a un rey. Tengo allí una sidra superior, de una dulzura incomparable.
Suspiró, y tras una corta pausa continuó:
—Antes de entrar en mi casa visitaré el monasterio, la catedral; luego me lavaré bien en los famosos baños de vapor... ¿Cómo se llaman?...
Lorenzo Petrovich callaba siempre y era el chantre mismo quien se respondía:
—Baños del Comercio... Después iré a mi casa...
Se calló muy contento. Durante algunos instantes no se oyó mas que la respiración irregular de Lorenzo Petrovich, que parecía la de una locomotora mantenida en una vía de reserva. Y antes de que el cuadro de felicidad próxima imaginada por el chantre hubiera desaparecido de sus ojos, oyó palabras terribles; terribles no solamente por su sentido, sino también por la maldad y la rudeza con que fueron pronunciadas.
—No es a tu casa, sino al cementerio adonde irás—dijo Lorenzo Petrovich.
—¿Cómo, padrecito?—preguntó el chantre sin comprender.
—¡Digo que es el cementerio lo que te espera!