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y en el retrato miraba sus ojos. Eran hermosos, negros, con grandes párpados que los envolvían en la sombra como si estuvieran encerrados en un marco negro. El pintor desconocido pero de talento les había dado una expresión extraña: se diría que entre los ojos y los objetos hacia que miraban había un velo opaco. Aquellos ojos le seguían con la mirada por todas partes, pero también guardaban silencio. Se diría que hasta podría oírse aquel silencio. Por lo menos al pope Ignacio le parecía que lo oía.

Todas las mañanas, después de la misa, iba al salón y examinaba rápidamente la jaula vacía y toda la habitación, se sentaba en un sillón, cerraba los ojos y escuchaba el silencio de la casa. La jaula guardaba un silencio dulce y tierno, lleno de dolor, de lágrimas y de una como lejana risa extinguida. El silencio de su mujer era obstinado, pesado como el plomo y tan terrible que el pope Ignacio, a pesar del calor, comenzó a sentir frío. El silencio de Vera fué interminable, glacial y misterioso como la tumba. Aguzaba el oído con la esperanza de percibir un ruido cualquiera; después, avergonzado de su debilidad, se levantaba bruscamente y se decía a sí mismo:

«¡Estas son tonterías!»

Miraba por la ventana la plaza pavimentada inundada de sol y el muro de piedra de un cobertizo sin ventanas. En un rincón estaba parado un cochero que parecía una estatua de barro, y no se comprendía por qué se estaba allí todo el día, en un sitio donde nunca había nadie.