—Ya sé que tú no eres culpable de la muerte de Vera. Pero reflexiona: ¿es que yo no la amaba tanto como tú? Razonas de un modo extraño. Sí, yo era severo; pero eso no le impedía hacer todo lo que quería. Sacrifiqué mi amor propio de padre y consentí en que se fuera a Petersburgo; pero ¿es que tú no le habías implorado que se quedara, que renunciara a aquel viaje? No he sido yo el que la hizo tan impiedosa. Le inspiré siempre el amor de Dios y las virtudes cristianas...
Miró los ojos de su mujer y volvió la cabeza.
—¿Qué podía yo hacer cuando ella no nos que ría decir qué tenía? He ordenado, he suplicado. ¿O quizá debiera haberme arrodillado ante aquella chicuela y llorar como una vieja? ¿Sabía yo lo que ella tenía en su cabeza? ¡Hija cruel, sin corazón!
Se golpeó la rodilla con el puño.
—Era el amor lo que le faltaba. Admitamos que no me podía amar porque yo era un tirano. Pero ¿a ti? Ella te amaba. Tú, que te humillabas ante ella, le implorabas...
Se rió nerviosamente.
—¡Bien claro se ve cómo te amaba! Fué por ti por quien buscó una muerte tan atroz y vergonzosa... la muerte en el lodo como un perro.
Su voz temblaba de cólera.
—¡Me da vergüenza!—prosiguió—. Me da vergüenza dejarme ver en la calle. Me da vergüenza ante Dios y ante los hombres. ¡Hija cruel, indigna! ¡Mereces ser maldita en tu tumba!...
Cuando el pope Ignacio miró a su mujer, ésta