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yacía desvanecida sobre la cama. Tardó algunas horas en volver en sí y no se sabía si recordaba las palabras de su marido.
Aquella misma noche, una noche clara y serena de julio, el pope Ignacio, de puntillas, subió al cuarto de Vera. No se había abierto la ventana desde su muerte y el ambiente era allí seco y cálido. La Luna iluminaba el suelo, los rincones y el blanco lecho con sus dos almohadas, una grande y otra pequeña.
El pope Ignacio abrió la ventana, y en la habitación penetró el aire fresco con el olor del polvo, del río próximo y del tilo en flor. Se oía una canción; probablemente cantaban en alguna barca.
El pope Ignacio, procurando no hacer ruido, se acercó al lecho, se arrodilló y dejó caer la cabeza sobre las almohadas, apoyando sus labios en el sitio donde había reposado la cabeza de Vera. Permaneció mucho tiempo así. Allá en el río la canción se había hecho más fuerte; luego se extinguió. Siguió arrodillado, derramados sus cabellos por los hombros y por el lecho.
La Luna se había eclipsado y la habitación quedó sumida en la obscuridad. El pope Ignacio levantó la cabeza y empezó a murmurar, con una voz conmovida por el amor largo tiempo contenido, como si Vera le pudiera oír:
—¡Hija mía querida! ¿Comprendes toda la significación de esta palabra: «¡hija mía!»? Tú eres mi corazón, mi sangre, mi vida. Es tu viejo padre quien te lo dice...