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Su rostro enrojeció lentamente y sus ojos tomaron una expresión tímida, confusa. Una ligera sonrisa entreabrió sus labios.

Niemovetsky experimentaba un sentimiento muy agradable y sonrió también. Ella dió algunos pasos hacia adelante y se detuvo en seguida.

—Mire usted, el Sol se ha puesto—indicó con extrañeza.

—Es verdad—dijo él con una tristeza profunda.

La luz se había extinguido, habían desaparecido las sombras y todo había cambiado alrededor, tornándose pálido, silencioso y muy triste. El cielo puro y azul, de donde acababa de desaparecer el Sol deslumbrador, se iba cubriendo poco a poco de nuebes sombrías. Flotaban, se entrechocaban, cambiaban lentamente sus formas, pareciéndose a monstruos despertados que avanzaran sin quererlo, como perseguidos por una fuerza misteriosa y terrible. Una nubecita clara y ligera se había separado del amontonamiento y revoloteaba tímida y débil.

II

Zina estaba pálida, con los labios muy rojos; sus pupilas se habían ensanchado, dando un aspecto sombrío a sus ojos claros. Susurró dulcemente:

—Tengo miedo. Está tan silencioso todo esto... Nos hemos extraviado.