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Niemovetsky frunció las cejas y examinó con angustia el sitio donde estaban.

La noche, cayendo, hacía más inefable y frío todo lo que los rodeaba. No se veía mas que el campo frío cubierto de menuda hierba pisoteada, barrancos de arcilla, colmas y abismos. Había sobre todo precipicios muy profundos junto a otros pequeños cubiertos de hierbas trepadoras. Había mucha obscuridad adentro, y el no estar a aquella hora la gente que durante el día trabajaba en ellos hacía más desierto y más triste aún aquel lugar. A los lados, acá y allá, se distinguían en la noche jirones azules de la fría niebla de los bosquecillos que parecían prestar oído a los precipicios lúgubres para escuchar lo que les contaban.

Niemovetsky dominó el sentimiento penoso y confuso de la inquietud y dijo:

—No, no nos hemos extraviado. Conozco el camino. Iremos primero por el campo y después a través de aquel bosquecillo. ¿Tiene usted miedo?

Ella sonrió y respondió animosamente:

—No, ahora ya no le tengo; pero tenemos que darnos prisa para tomar el te.

Empezaron a caminar, primero rápida y resueltamente; pero pronto acortaron el paso. Sentían a su alrededor la penosa hostilidad del campo pisoteado como si los observaran miles de ojos sombríos e inmóviles; este sentimiento los acercó el uno al otro, trayendo a su memoria recuerdos de la infancia.

Eran bellos recuerdos iluminados por el sol en-