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tre las hojas, recuerdos de amor y de risa. Más que a la vida aquello se parecía a una canción dulce y majestuosa compuesta de dos notas nada más: una sonora y pura como el cristal y la otra un poco más baja pero más limpia, como una campanilla.

De pronto vieron figuras humanas. Dos mujeres estaban sentadas al borde de un profundo precipicio de arcilla; una de ellas, con las piernas cruzadas, miraba atentamente hacia abajo; su pañuelo se levantaba sobre la cabeza y dejaba ver sus cabellos mal peinados; la curva de la espalda hacía subir el corpiño, muy sucio, con flores grandes como manzanas. Ni siquiera miró del lado de los que pasaban. La otra mujer, muy cerca de la primera, estaba casi tumbada, con la cabeza hacia atrás. Su cara era grotesca y ancha, de rasgos masculinos; dos manchas rojas y hundidas, que parecían arañazos recientes, se destabacan claramente sobre los carrillos. Estaba aún más sucia que la primera y miró a los dos jóvenes con una mirada impasible. Cuando hubieron pasado se puso a cantar con una gruesa voz de hombre:

«Para ti solo, mi amor,
me he abierto como una flor.»

—¿Oyes, Bárbara?—dijo dirigiéndose a su amiga silenciosa, sin obtener respuesta, y se echó a reír grotescamente.

Niemovetsky conocía mujeres como aquéllas, sucias hasta cuando están rica y elegantemente