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vestidas; apenas las miró, sin que le sorprendiera verlas allí. Pero Zina, que casi las había rozado con su modesto vestido obscuro, tuvo para ellas un sentimiento malo, casi hostil. Pronto se disipó esta impresión, como la sombra de una nube que pasa rápidamente por encima del campo dorado; y cuando junto a ellos pasaron, adelantándolos, dos hombres, uno con una gorra en la cabeza y el otro con una chaqueta, pero descalzos, y una mujer sucia también como ellos, Zina, a pesar de haberlos visto, no puso atención en ello. Sin darse cuenta siguió largo rato a la mujer con la mirada, extrañándose de ver su vestido ligero casi pegado a las piernas como si estuviera mojado, y una gran mancha de barro grasiento que se destacaba en los bajos de la falda. Había algo de inquietante, de penoso y desesperante en el bamboleo de aquella ligera falda sucia.

Siguieron andando y hablando. La nube, arrojando sobre el campo una leve sombra, los seguía lentamente por el cielo. Los bordes inflados de las nubes sombrías se distinguían apenas por sus manchas de un amarillo claro. Las tinieblas se acercaban lentas e imperceptibles. Diríase que aun era de día, pero que el día se estaba muriendo dulcemente.

Hablaron de sueños y de los sentimientos que el hombre experimenta en una noche de insomnio, cuando no le distrae nada, cuando las misteriosas tinieblas de ojos innumerables se abaten sobre su misma faz.

—¿Puede usted figurarse el infinito?—preguntó