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Zina tocándose la frente con su mano y medio cerrando los ojos.
—¡Por completo!—respondió él repitiendo la palabra «infinito» y cerrando los ojos a su vez.
—Pues yo le veo algunas veces. Esto me ocurrió la primera vez siendo muy pequeña todavía. Era como una hilera de carretas que se siguen, la una a la otra, muy larga, muy larga, sin fin. ¡Es horrible!
Tuvo un escalofrío.
—¿Y por qué carretas y no otra cosa?—dijo él sonriendo y sintiendo un malestar por aquella comparación.
—¡No sé!
Las tinieblas se hicieron más negras; la nube ha pasado sobre sus rostros pálidos y abatidos. Ahora se veían con más frecuencia siluetas sombrías de mujeres sucias y harapientas, como si los precipicios las arrojaran a la superficie. Ya se veía una, ya grupos de dos o tres mujeres. Se oían voces que retumbaban en el aire silencioso.
—¿Qué mujeres son ésas? ¿De dónde vienen?— preguntó Zina con voz dulce y medrosa.
Niemovetsky sabía lo que eran aquellas mujeres y tenía no poco susto adivinando que se encontraban en algún mal lugar muy peligroso. Sin embargo respondió con gran tranquilidad:
—No sé nada... Sea lo que sea más vale no hablar de ello. No tenemos ya mas que atravesar aquel bosquecillo; detrás están las barreras de la ciudad. ¡Es un fastidio que hayamos salido tan tarde!