Ella sonrió recordando que estaban paseando desde las cuatro. Pero viendo sus cejas fruncidas propuso que anduvieran más de prisa, procurando tranquilizarle.
—Tengo sed. El bosquecillo no está lejos. Vamos de prisa.
Cuando entraron en el bosque y se hallaron bajo los arcos silenciosos que formaban los árboles con sus copas la noche era más sombría, pero más serena.
—Déme usted su mano—dijo Niemovetsky.
Ella le dió tímidamente su mano, y este ligero movimiento pareció, disipar los crepúsculos. Sus manos estaban inmóviles y no se apretaban. Zina trató de alejarse un poco de su compañero; pero todos sus pensamientos estaban absortos en la sensación de aquel sitio donde se tocaban sus manos. Y de nuevo tuvieron deseos de hablar de la belleza, de la misteriosa fuerza del amor; pero de hablar sin palabras, nada más que con las miradas para no romper el silencio. Querían mirarse, pero no se atrevían.
—¡Todavía hay gente aquí!—dijo alegremente Zina.
III
En un calvero donde había más claridad veíanse tres hombres sentados alrededor de una botella vacía guardando silencio; espiaban a los que pasaban. Uno de ellos, rasurado como un actor, se echó a reír y a silbar de una manera provocativa,