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vagamente del sitio donde se habían arrojado sobre ellos. El bosque estaba muy obscuro; en ciertos momentos un pálido rayo de la Luna aclaraba los troncos blancos de los árboles; pero el bosque parecía estar lleno de personas inmóviles y taciturnas. Todo aquello parecía un sueño.

—¡Zina Nicolaievna!—llamó Niemovetsky en voz alta, alzando más la voz en el primer nombre y pronunciando muy bajo el segundo, como si al oírlo perdiera la esperanza de recibir la respuesta.

Nadie contestó.

De pronto se encontró con la senda, la reconoció y siguió hasta el calvero. Esta vez comprendió bien que todo era verdad. Presa de estupor se puso a gritar:

—¡Zenaida Nicolaievna! ¡Soy yo! ¡Soy yo el que la llama!

Tampoco obtuvo respuesta. Volviéndose del lado donde se figuraba que estaba la ciudad, Niemovetsky gritó con todas sus fuerzas:

—¡Socorro!

Perdió la cabeza y empezó a registrar los matorrales hablándose a sí mismo. De repente vió a sus pies una mancha blanca como la de una luz débil, tendida en tierra.

—¡Dios mío! ¿Qué es esto?—exclamó con voz llorosa. Se puso de rodillas adivinando el terrible drama y buscando a la pobre desventurada. Su mano tocó el cuerpo desnudo: era terso, rígido y frío; pero vivía aún. Retiró la mano instintivamente.