—¡Querida mía! ¡Pobre niña mía! ¡Soy yo!—dijo muy bajo, buscando en la obscuridad el rostro de Zina. Quiso levantarla y de nuevo tocó el cuerpo desnudo. ¡Siempre aquel cuerpo de mujer terso, rígido, un poco más cálido bajo la mano que le tocaba! Rápidamente retiraba su mano un momento; pero otras veces la retenía. Al tocar aquel cuerpo desnudo no podía concebir que perteneciera a Zina, como antes no concebía que él pudiera estar solo en aquel sitio con el traje hecho jirones, sin gorra. Y lo que había pasado, lo que se había hecho con aquel cuerpo de mujer inmóvil se le apareció en toda su realidad espantosa e implacable y con una fuerza increíble y extraña al mismo tiempo estremeciendo todo su ser. Se enderezó con firmeza, fijó una mirada lívida en la mancha blanca que había a sus pies, frunció las cejas como un hombre que reflexiona.
El horror de todo lo que había ocurrido allí se apoderó de su cuerpo y pesó sobre su alma como un pesado fardo imposible de arrojar de sí.
—¡Dios mío, Dios mío!—repetía sin cesar con una voz extrañamente cambiada.
Encontró el corazón de Zina; los latidos eran débiles pero regulares. Se inclinó sobre la muchacha y sintió su débil respiración; diríase que dormía y no que estaba desmayada. La llamó de nuevo por el diminutivo de su nombre:
—¡Zina, mi Zina, soy yo!
Al pronunciar su nombre sintió súbitamente que le gustaría que no se despertara en seguida. Con-