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tenida la respiración, lanzando a su alrededor rápidas miradas, le pasó dulcemente la mano por la mejilla, la besó primero en los ojos cerrados, después en la boca, que entreabrió bajo un beso fuerte. Espantado ante el pensamiento de que pudiera despertarse retrocedió un poquito y permaneció quieto. El cuerpo estaba inmóvil y mudo y en aquel pobre cuerpo desgraciado e inofensivo había algo que inspiraba piedad, que irritaba y atraía al mismo tiempo.
Con mucha ternura y la prudencia medrosa de un ladrón Niemovetsky trató de cubrir el cuerpo con los jirones del vestido de la muchacha; la doble sensación de la tela y del cuerpo desnudo era angustiosa y cortante como un cuchillo e incomprensible como la locura. Se sentía defensor y atacante al mismo tiempo.
En vano buscó un socorro cualquiera implorando al bosque, a las tinieblas; todo permaneció indiferente. Allí había tenido lugar el festival de las bestias hambrientas de amor, y él, rechazado al otro lado de la vida humana, simple y razonable, sentía la pasión loca y bestial de que la atmósfera misma parecía impregnada allí y que le embriagaba.
—¡Soy yo, soy yo!—repetía automáticamente, sin darse cuenta de lo que le rodeaba y acordándose de la lista blanca de la falda y de la bella silueta del piececito lindamente calzado.
Prestó oído a la respiración de la joven, y teniendo los ojos siempre fijos en su rostro avanzó