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ticar, tragar los alimentos de una vez! Pero eso era imposible: su madre comía lentamente, estaba largo rato en la mesa, roía despacio los huesos y hablaba de cosas que no tenían para él ningún interés. Y, sin embargo, ¡tenía tantas cosas que hacer! Tenía que bañarse cinco veces al día, cortar en el bosque una caña de pescar, buscar gusanos, y todo esto necesitaba tiempo. Ahora corría descalzo; esto era mil veces más agradable que llevar botas de pesadas suelas; la tierra tan pronto le acariciaba los pies como se los refrescaba. Se quitó también su usado chaquetón, que le daba un aire tan torpe, y esto le rejuveneció. No se lo ponía mas que por las noches, para ir a ver cómo se paseaban en canoa los señores: bien vestidos, alegres, se metían riendo en las canoas, que se balanceaban y se abrían camino en el agua lentamente, mientras los árboles agitados y como sacudidos por el viento se reflejaban en el estanque.
Una semana después de la llegada de Petka al campo el amo de su madre trajo de la ciudad una carta dirigida «a la cocinera Nadieschda». Cuando se la leyó ella se echó a llorar, enjugándose las lágrimas con su delantal sucio, que le dejó sus huellas en el rostro. En esta carta se trataba de Petka. Este se hallaba en aquel momento en el corral, ocupado en un juego recién inventado, para el que era necesario saltar lo más alto posible, inflando los carrillos, lo que facilitaba la operación. Era Mitia el que había inventado aquel juego y Petka se estaba perfeccionando ahora en él.