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El amo se acercó a Petka y, poniéndole la mano en el hombro, le dijo:

—¡Hay que marcharse, hijo mío!

—¿Adonde?—preguntó él extrañado.

Había olvidado completamente la ciudad. Por otra parte, estaba tan bien allí, que ni siquiera había pensado en que tendría que abandonar algún día aquel lugar.

—A la ciudad. Osip Abramovich te espera.

Petka seguía sin comprender, por más que aquello fuera harto claro. Se le secó la boca, y la lengua le desobedecía cuando preguntó:

—Pero ¡cómo! ¿No íbamos a ir mañana a pescar con caña? Mire aquí la caña...

—No hay más remedio, niño. Te esperan allí. Osip Abramovich escribe que Procopio ha caído enfermo y está ahora en el hospital. No hay casi nadie para trabajar. No llores; quizá tu amo te dé permiso otra vez. Es bueno.

Pero Petka no lloraba lo más mínimo, pues aun no se daba cuenta exacta de su desgracia. De un lado veía ante él un hecho bien palpable: la caña de pescar. De otro un fantasma en la persona de Osip Abramovich. Pero poco a poco las ideas de Petka se hicieron más claras y las dos cosas cambiaron de lugar: Osip Abramovich se convirtió en un hecho real; la caña de pescar, mojada aún, se convirtió en un fantasma. Y entonces Petka llenó de asombro a su madre, turbó al amo y al ama y él mismo se habría asombrado si hubiera sido capaz de un análisis psicológico de su propia persona: