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lo encerado; aquí se sufría y se moría. El estudiante recibía todas las mañanas un periódico, pero ni él ni los demás enfermos le leían apenas. Una pequeña irregularidad en las funciones del estómago de un vecino cualquiera turbaba más que la guerra y los acontecimientos de importancia mundial.

Hacia las once venían los médicos y los estudiantes y se consagraban horas enteras al examen minucioso de los enfermos. Lorenzo Petrovich se quedaba acostado tranquilamente, las miradas clavadas en el techo, y respondía a las preguntas con un tono de descontento. El chantre, emocionado, hablaba tan abundantemente y de una manera tan incomprensible, intentando complacer a todo el mundo, que con frecuencia no se podía comprender lo que quería decir. De sí mismo se expresaba en los términos siguientes:

—Cuando tuve el alto honor de llegar a la clínica...

De la asistenta decía:

—Cuando tuvo la amabilidad de purgarme...

Sabía siempre al minuto a qué hora se levantaba, se acostaba, se sentía mal. Después que se iban los médicos se ponía más alegre, se entusiasmaba, daba las gracias, y estaba más contento si había tenido la suerte de saludar separadamente a alguno de los médicos.

—¡Esto está tan bien, tan bien!—exclamaba entusiasmado. Y contaba de nuevo a Lorenzo Petrovich, que no decía nada, y al estudiante, que sonreía, de qué