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llos, cambiados en otras tantas ovejas, capones, borregas y corderos, según su tamaño.

Don Calixto se quedó un rato asombrado de lo que veía, y dándose vuelta hacia el viejo, para cambiar con él impresiones, vió con estupefacción que había desaparecido con caballo y todo, como si se lo hubiese tragado la tierra.

Estaba en aquel momento solo en el puesto. Su mujer había ido, con sus hijos más chicos, á dos cuadras de allí, á una lagunita donde tenía perenne la batea de lavar, y los muchachos mayores estaban trabajando en la vecindad ó paseando.

Montó, pues, á caballo, y de un galopito estuvo con la majada; la atajó, la miró bien y vió que era toda de una señal—muy bonita la señal, dos paletillas cerquita de la punta, de modo que cada oreja parecía una hoja de trébol, y que pasaba de quinientos animales; y gordos todos, grandes, lanudos, sanos que daba gusto.

—De quién será esa señal?—pensaba don Calixto. —¿Quién sabe si no será algún chasco del amigo Mandinga, y si mañana no me cae la policía á llevarme por cuatrero?

Creía don Calixto, lo mismo que la mayor parte de los paisanos— son tan ignorantes !—que de Mandinga no se puede esperar más que males y perjuicios. No sabía—nadie se lo había enseñado, que al hombre servicial y bueno que le cae en gracia, dispensa éste, el día menos pensado, los más inesperados favores.

Arreó la majadita hasta donde estaba su mujer, se la enseñó, le contó el caso y le pidió su parecer.

La mujer no era tonta; no se desconcertó por tan poco y le aconsejó tres cosas: dejar suelta la majada,