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como si fuese ajena y cuidarla desde lejos; apagar la vela que, ese día, le había puesto á la Virgen de Luján y colocar á ésta en el baúl en que guardaba la ropa, para que si realmente fuese la majada obsequio de Mandinga y la llegase Ella á ver, no tuviese la tentación de destruirla de algún modo; y, por fin, ir al pueblo á averiguar en el juzgado de quién era esa señal para, si no era de nadie, asegurársela sacando la boleta.

Se dispuso don Calixto á hacer lo indicado por su mujer, y había ensillado su mejor caballo con sus mejores aperos para ir al pueblo, cuando, al momento de montar, quiso ver si tenía en el tirador papel de fumar y se encontró con un documento que no era otra cosa que la boleta de propiedad á su nombre y perfectamente en regla, de la señal de «dos paletillas».

En vez de seguir para el pueblo, y después de consultar otra vez con la señora, arregló contra la pared del rancho un corralito improvisado con palas plantadas en el suelo, dos ó tres postes que tenía tirados por allí y el arado,, todo ligado con dos lazos estirados de punta á punta y de los cuales colgó todos los ponchos, cobijas y cueros que pudo hallar en la casa.

Tan mansitas eran las ovejas, que casi solas entraron en el corral sin asustarse por las colgaduras, y se disponía don Calixto á contarlas, cuando llegó al puesto otro conocido de él, otro pobre, por supuesto, que sabiendo lo que era de bueno, le venía á pedir un zapallo ó dos.

Se quedó boquiabierto al ver las ovejas y preguntó á don Calixto de dónde le habían caído.

—Me las dieron por zapallos—contestó éste.