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—¿Por zapallos? ¿Y quién?

—¡Ah! esto, amigo, es secreto; cada zapallo, una oveja al corte; así fué. Y son como quinientas. Lo que sí, he quedado sin zapallos, lo cual no deja de ser una broma.

—¡Bah! eso es lo de menos. Pero sabe que son más de lo que usted dice y que me contentaría muy bien con lo que sobrase de las quinientas.

Pago —gritó riéndose don Calixto, como si hubiese sido apuesta.—¡ Hombre! ya que no tengo zapallos para darle, me ayuda usted á contar hasta quinientas, y le regalo el resto. ¿Para qué quiero más?

Y así fué, y como resultaran las ovejas quinientas sesenta, el otr vecino pobre, lleno de gozo, se llevó las sesenta. La mujer de don Calixto refunfuñaba un poco al ver á su marido tan generoso, pero, ¿qué iba á hacer? ya que para él no tenía más objeto lo que le sobraba que llenar necesidades ajenas.

Por lo demás, para probar que no era ingrato, el vecino le mandó de regalo á don Calixto un rosario de contar hacienda.

. Pronto cundió la voz por todos los ranchos de los intrusos poblados en el campo del Estado, de la suerte singular que le había tocado á don Calixto, y no había concluído el día cuando doña Liberata, una viuda, comadre de él, cargada de hijos, le había mandado pedir un poco de carne, un cuarto, aunque fuera, ó un espinazo para hacer un puchero.

Don Calixto no vaciló un rato y despachó al muchacho para su casa con todo un capón gordo, bien atado de los tientos del recado.

—Y dile á tu mamá—le gritó,—que se quede con el cuero para los vicios.