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Dió la casualidad que estaba en casa de la viuda un resero; se quedó el hombre admirado de la gordura del capón, y al día siguiente, á la madrugada, antes que soltase la majada don Calixto, estaba en su palenque, llamándolo, á ver si hacían negocio.

Don Calixto lo recibió con los agasajos debidos á quien trae plata, loco de contento al pensar que, por la primera vez en su vida, iba, como cualquier hacendado rico, á recibir pesos.

Lo que más le agradaba era que iba, con éstos, á poder cumplir con su compadre don Pedro, de quien tenía recibidos tantos servicios, en momentos de penuria, y pagar por él, á su vez, al pulpero con quien estaba empeñado hasta los ojos y que le había embargado las ovejas.

El resero vió la majada, calculó que de ella podía sacar unos cincuenta capones gordos y ofreció un precio halagador, que don Calixto aceptó. El aparte pronto estuvo hecho, y cuando se trató de contar, don Calixto quiso estrenar el rosario que le había el otro mandado de regalo.

Bien pensaba, á la verdad, que no necesitaba rosario para la única tarja de cincuenta que iba á tener que contar; y así se lo dijo el resero, pero don Calixto lo quería probar, de puro gusto. Empezaron á contar; y pasaban capones y capones, sin que pareciese mermar la chiquerada. Cantaron una tarja, y cantaron dos, y cantaron tres, y salían más y más capones y seguían contando. El resero, viendo que todos eran parejos en gordura, dejaba correr, no más, y contaba, tarjaba, sin quere cortar el chorro, reservándose de manifestar su admiración para cuando se acabase. Y sólo se acabó cuando hubo cantado don