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Calixto la última de las veinte cuentas de que constaba el rosario.

Lo felicitó el resero de su buena suerte, sin pedirle más explicaciones, sabiendo, como buen gaucho, que hay ciertas preguntas que no debe hacer el hombre discreto; le pagó los mil capones al mismo precio por cabeza que habían tratado para los cincuenta que había pensado comprar y se fué con su arreo.

Fueron los pesos de don Calixto como rocío celestial para todos los pobres gauchos del pago; quedaron saldadas, en la esquina, hasta las libretas que, de viejas, las había echado en olvido, casi, el mismo pulpero, y todos anduvieron, por un tiempo, con ropa nueva pagada al contadito.

Es que, burlándose de las observaciones de su mujer, no perdía ocasión don Calixto de regalar á sus vecinos pobres todo lo que le pedían, á pesar de ser algunos de ellos imprudentes y hasta voraces, y también de darles casi siempre mucho más de lo que solicitaban.

—¿Para qué quiero tanto?—era su refrán.—Lo que me sobra me estorba, y á otros les hace falta.

Tenía tanta más razón, cuanto, por inexplicables circunstancias, resultaba siempre pequeña la parte de los favorecidos, pues más les daba y más aumentaban los productos de su majada.

A uno de aquéllos se le ocurrió, una vez, mandarle pedir, no porque se muriese de necesidad, sino sencillamente porque era el día de su santo y lo quería festejar debidamente, un cordero gordo. Don Calixto fué al corral y eligió él mismo el cordero más grande y gordo de la majada, y el muchacho que lo había venido á pedir le prometió, en recompensa,