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Un día, al cruzar un pajonal, de tal modo se le espantó el montado que, á pesar de ser el jinete que era, casi se fué al suelo, y vió centellear entre dos matas de paja los ojos de oro de un tigre enorme, encogido ya para saltar, como resorte armado. Timoteo ya estaba de pie; el poncho en la mano izquierda, el cuchillo en la diestra, esperaba temible adversario. No tardó la embestida; el amor á la carne humana embravece al tigre cebado, y alzándose en las patas traseras, parado en su colosal estatura, la fiera iba a dejarse caer en la presa, cuando, tapándole Timoteo los ojos con el poncho, le abrió la panza en canal, con el cuchillo cortador, hasta el pecho. Con un ronquido aterrador, se desplomó el tigre, mientras que, de un salto, se ponía en salvo Timoteo, huyendo de las mortales caricias con que todavía, en los últimos estertores de la muerte, lo hubieran podido favorecer esas uñas envueltas en terciopelo.

Desolló con toda tranquilidad el magnífico animal, estaqueó el cuero, sacó con cuidado la grasa de los riñones y, después de sobar con ella un lazo, puso aparte el resto, pues es un remedio inmejorable para toda clase de dolores; y descansó en ese mismo sitio hasta que, el cuero estando bien seco, pudo cortar en él un elegante sobrepuesto y una linda pechera que se puso debajo del saco.

Pudo ver, desde entonces, que todos los pumas y tigres, aun los cebados, que encontró á su paso—y numerosos fueron,—disparaban asustados. Pero otros peligros peores lo esperaban, pues se aproximaba á los campos de Mandinga, guardados por gauchos malos que, si á veces dejan penetrar en ellos á algún incauto, á nadie dejan salir.

Casi de noche llegó á la portada de un alambrado;