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llamó, y de un rancho cercano á la, tranquera, vino á pie un gaucho. Al hombre desprevenido hubiera parecido un paisano cualquiera; pero Timoteo bien sabía con quién se las iba á tener, y dispuesto á todo, lo esperó. Alto y morrudo, en toda la fuerza de sus años, el gaucho llevaba en la cintura un tremendo facón; su larga melena y su barba renegrida, en la cual resaltaban los labios colorados como sangre, le daban cara de pocos amigos, y bajo las alas del chambergo relumbraban unos ojos tan negros y tan punzantes, que cualquier otro que Timoteo no hubiera podido sostener su mirada. Al llegar á la tranquera, preguntó al viajero lo que quería.

—Pasar no más—contestó Timoteo.

Pero el gaucho, volviendo á cerrar la tranquera, lo convidó á pasar la noche en el puesto, diciéndole que quizá no le iban á abrir del otro lado. El muchacho aceptó, pensando que, al fin, afrontar los peligros es el mejor modo de vencerlos; maneó, cerca de las casas, la yegua madrina, y apeándose en el palenque, entró en la cocina con el puestero.

Allí, pronto supo que ya estaba de veras en la estancia de Mandinga: sentados alrededor del fogón, churrasqueando y tomando mate, estaban tres hombres; conversaban, y mientras el puestero volvía á colgar, en un rincón de la pieza, la llave de la tranquera, oyó Timoteo que decían:

—¿De dónde sacaste estas botas, che?

—Del cuero de aquel que vino, el otro día, á pedir rodeo.

—Mire, venir á pedir rodeo al patrón, ¡qué ocurrencia!

—No sabría.

—¡Qué no iba á saber, un hombre viejo!