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—Creo que era gringo.

—Será. ¿Y también será gringo el lampiño aquel que le dije?

—No parece. Pero no importa; el patrón necesita un cuero de potrillo para tientos.

Las alusiones eran claras y poco tranquilizadoras; y siguieron así mucho rato, entendiéndolo todo, por supuesto, Timoteo, como buen hijo de la pampa, acostumbrado desde chico á usar y oir el lenguaje pintoresco, lleno de imágenes y de indirectas, propias de sus moradores, y también porque de ningún modo ignoraba él dónde estaba, ni lo que era esta gente.

Volvieron á hablar, diciendo uno de ellos:

—Con todo, amigo, vea que hay tigres dormilones.

—La verdad, que para centinelas...

—¡Vaya! más vale así; de otro modo se nos hubiera podido enmohecer la capadora.

—Les habrá parecido muy tierno.

—No crea, amigo; si ya no es tan vacaray.

—Entonces, ¿cómo puede haber sido?

—Ha sido—interrumpió, con voz altiva Timoteo, quien había quedado parado, recostado contra el marco de la puerta,—que hay tigres que quieren comer hierro sin mascarlo y que se rajan las tripas.

—¡Esa maula!—dijo el puestero;—guapa había sido la criatura.

Y todos, levantándose, lo miraban á Timoteo, extrañando que semejante muchacho se les irguiese así. Sin inmutarse, los consideraba Timoteo con mirada tan serena, que ninguno de los cuatro se atrevió á hacer un ademán de provocación, y el modesto cuchillo del joven, aun en la vaina, bastaba, al parecer,