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loco que, á pesar de los tirones que dió, nunca lo pudo cortar. Por lo que toca al maneador, se estiraba de tal modo, que el animal atado con él podía comer ocho días en el mismo sitio, sin que lo mudaran; y lo más curioso quizá fué que nunca nadie pudo robar á Timoteo, ni siquiera una manea.

Las enlazadas de Timoteo se habían hecho célebres en todo el pago. Nunca erraba; nunca el animal más ligero pudo escapar de la armada certera, y el más furioso tenía que sujetarse cuando llegaba á la punta del lazo, detenido en el acto, por más fuerza que hiciera.

Lo mismo sus boleadoras, nunca dejaban de inmovilizar al potro alzado, y sus riendas, aunque se hubiera dormido galopando, manejaban solas el caballo mas duro de boca.

Timoteo con todo aquello se lucía en cualquier parte, aun entre los más hábiles; y por la fama que había conquistado y los aplausos que le dispensaban era realmente un gaucho feliz. Dinero, no tenía más que los pesitos que se ganaba trabajando por día en los rodeos ó en arreo de tropas, pero no era avariento, y con tal que ganara para los vicios, no pedía más, y prefería su libertad.

Algunos estancieros ricos, seducidos por su valor personal y sus grandes cualidades, lo mismo que por el admirable trabajo que con sus huascas hacía, quisieron, varias veces, emplearlo en sus establecimientos, y llegó uno de ellos—era poderoso,—á quererlo conchabar de capataz de sus haciendas, con un sueldo de cincuenta pesos. Rechazó todas las ofertas y se contentó con ser siempre el gaucho Timoteo, el de las huascas seguras, que no aflojan, ni se cortan.