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timos deberes, triste, desconsolado, los ojos hinchados de tanto llorar, muerto de cansancio moral y físico, por las vigilias y el horrible trabajo postrero, se sentó al pie de un pequeño ombú, plantado por él hacía tres años al lado de su rancho, y vencido por tan repetidas emociones, se durmió.

Algunos vecinos, al cruzar el campo, el día siguiente, se dieron cuenta de que nadie cuidaba ni repuntaba las haciendas de don Aristóbulo. La majada se había retirado mucho de las casas y bien se veía por el tamaño de las panzas y la cantidad de ovejas echadas, que habían quedado comiendo toda la noche; las vacas estaban casi en la orilla del campo, sin que nadie recorriese la línea para repuntarlas, y hasta la misma tropilla favorita de don Aristóbulo andaba como perdida por el cañadón, lejos de la estancia.

Don Aristóbulo era muy querido, y se empezaron todos á interesar por él y por lo que le podía haber sucedido. Fueron de á dos, de á tres, los más valientes, á ver lo que por allí pasaba. En el palenque dormía ensillado, el moro, el preferido de don Aristóbulo.

Llamaron; nadie contestó, pero viendo al mismo dueño de casa recostado al pie del ombú, se le acercaron.

Dormía profundamente; en sueño tranquilo, reparador de exhaustas fuerzas. Lo dejaron, ¿para qué despertarlo? y les bastó, por lo demás, una ojeada para comprender que el rancho había quedado vacío de sus demás huéspedes; que debajo de aquella tierra removida descansaban ellos, y que don Aristóbulo quedaba solo allí.

Se fueron; no era cosa de demorar mucho tiempo, cerca de una casa apestada.