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allí de viejos, sin haber sabido, en su vida, lo que era ser molestados por nadie, ni por hombres ni por perros.

Es que más tiempo pasaba, desde el día en que había empezado su ininterrumpido sueño don Aristóbulo, más respeto le criaba la gente á la «Estancia del dormilón», como habían dado en llamar al establecimiento. No había vecino que no se empeñase en impedir que saliera hacienda del campo de don Aristóbulo, lo que, con el tiempo, no fué siempre cosa fácil, pues á pesar de las sequías y de las epidemias que de vez en cuando hacían hecatombes entre las vacas, las ovejas y las yeguas, ya por demás amontonadas, se habían multiplicado excesivamente.

Lo que se comprende, ya que nadie podía disponer de un solo animal de esas haciendas. ¿Y quién tampoco se hubiera atrevido?

Había allí animales enormes, viejísimos, pues no podían morir sino de enfermedad ó de vejez ; y como nadie trabajaba la hacienda, había en la estancia una cantidad loca de machos de todas clases, y por todas partes retumbaban las lomas y los cañadones al estrépito de sus luchas, golpes, coces y topadas, bramidos y relinchos.

A más de un cuatrero le estaban haciendo cosquillas las boleadoras y el lazo, al mirar nor el campo, desde la orilla, tanto bagual y tanto toro. ¡Qué pingos, y qué huascas, y qué matambres estaban allí comiendo pasto!... al ñudo. Tentadora, la cosa, pero ¿quién se atreve?... En su sueño, debe ver muchas cosas ese dormilón sospechoso.

Créese asimismo que dos gauchos, una noche, penetraron en el campo á matrerear; bandidos conocidos eran y gente guapa, peleadores sin hiel y car-