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neadores avezados, de noches obscuras. Pero nunca se volvió á saber de ellos. Hubo, toda la noche, mucha bulla en la hacienda, correrías y balidos, cosa de creer que andaban ánimas por el campo y que toda la hacienda se había vuelto loca, pero nada más; todo, á la madrugada, se había sosegado. Si fué drama, fué como en el mar: hundido el bajel, se apaciguan las olas, y ¡ santas pascuas !

También hubo un juez de paz—son muy diablos, quien en 1897, treinta años desde que se había dormido de tan peculiar modo don Aristóbulo Peñalosa, quiso probarle las costillas al campito aquél y á sus haciendas.

Las tres leguas del «dormilón», al volverse según el lenguaje entonces adoptado, ocho mil hectáreas, habían tomado mucho valor; lo mismo que las haciendas, a pesar de haberse quedado éstas completamente criollas; y se relamía el juez al pensar que con algunos trámites bien dados, y convenientemente engrasados los ejes, podría muy bien, algún día, verse dueño del establecimiento: campo y hacienda.

Empezaron los trabajos. Mientras anduvo todo por las oficinas, no hubo tropiezo. Pero cuando después de conseguir del tribunal de primera instancia un oficio en forma para intervenir en la estancia codiciada, se requirió para el objeto la ayuda de la policía, hubo entre los milicos unanimidad para tratar de echarse atrás. Fué necesario prometer gratificaciones extraordinarias para que tres de ellos, los más guapos, acompañaran al juez; y eso que con ellos iban, armados hasta los dientes, medía docena de civiles, amigos del interesado, incitados por la codicia y la curiosidad.

Encontraron el campo recién alambrado por los