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después de apearse y de atar el caballo á unas matas de pasto, entró, no sin titubear, entre el yuyal que rodeaba la casa. Trató de seguir la senda que, como un año antes, había trazado la primera expedición mandada por el juez de paz, pero había vuelto á crecer la maleza de tal modo que tuvo, para abrirse camino, que mellar en ella el cuchillo, y cuando llegó al pie del ombú, no tenía en la mano más que un arma casi inútil. Asimismo pensó que para acabar con un hombre dormido, le bastarían las boleadoras que llevaba en la cintura, y hasta las manos, en un caso.

Y en el mismo momento en que volteaba la última planta de biznaga que le tapaba las raíces del árbol, sonó un estridente silbato que lo hizo estremecer.

Era la locomotora del primer tren de balasto que llegaba á la orilla del campo de la Estancia del dormilón»; y un concierto de mil voces de los pájaros que habían anidado en el ombú contestó al saludo de la gran civilizadora, en tan alegre bulla que no pudo menos que contestarles á su vez con un sonoro relincho el moro atado desde treinta y tantos años en el palenque y que se acababa de despertar. Se sacudió también don Aristóbulo, se incorporó, se restregó los ojos, bostezó, se estiró fuerte, y á media voz dijo:

— Caramba, que he dormido!

—La verdad—murmuró el gaucho, retirándose unos pasos.

Don Aristóbulo oyó y viéndose cara á cara con un desconocido que esgrimía, con facha de bandido, aunque todo tembloroso y hecho un susto, un cuchi-