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cualquiera me bastará hasta que pueda comprar otro.

—¡Qué esperanza, amigo! ¿cómo le voy á regalar una cosa vieja?

Y como Celedonio insistiera, le dijo el forastero :

—Bueno, mire, don Celedonio; le acepto el regalo, pero, aunque pobre, con algo me tengo que desquitar y sacando del tirador la mitad de una de esas piedritas de afilar que usan los segadores de pasto para las guadañas, se la ofreció á Celedonio, agregando—no tengo otra cosa que darle; pero tómela, que no es mala chaira.

Celedonio, para no desairar á su huésped, tomó el pedazo de piedra y dió las gracias; pero entre sí, medio se reía del regalo, pues no valía ni dos centavos, bien tasado, y lo puso en el cajón de la mesa, como para no acordarse más de él.

Al rato, se despidió el forastero, ensilló y montó.

Y Celedonio, en el momento en que ya se alejaba al tranco, disponiéndose á galopar, se acordó que se había olvidado de preguntarle cómo se llamaba. Abría la boca para llamarlo, cuando vió... que ya no lo veía más; se había esfumado el hombre, con caballos y todo. Celedonio quedó asombrado, y como había oído muchos cuentos al respecto, no le quedó la menor duda de habérselas habido con algún mandado de Mandinga.

No le quiso decir nada á doña Sinforosa; ¿para qué asustar á las mujeres con esas cosas? pero se fué derechito á la mesa, abrió el cajón, miró el pedazo de piedra de afilar, lo tomó en la mano, no sin cierto recelo, y maquinalmente, asentó en él el filo del cuchillo viejo con que se había quedado; no le vió nada de particular, y guardando la piedra en el cajón se fué á soltar la majada.