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Y se fué; llegó al rancho, desensilló y colocando en una mesa el hallazgo, durmió como una piedra.

Al día siguiente, ya algo compuesto, volvió á mirar el objeto con más atención y pensó que debía de ser una de esas cosas como había visto en una estancia, para hacer llover: mómetro, rarómetro, no se acordaba bien.

—Y así es, no más, de fijo—murmuraba don Benito, acordóse que cuando lo encontró, cayeron dos aguaceritos, cortitos, pero tupido uno de ellos.

Este debía de ser de los buenos. Los hay que sólo sirven—según dicen, para marcar el tiempo que hace y el calor que hay; pero no hacen llover; y con tiritar ó sudar y mirar el cielo, ya uno lo sabe todo ; éste era otra cosa.

Para probarlo, salió al patio con prenda. Era una tablita de metal, angosta y larga, con un tubito de vidrio en el medio, lleno de un líquido que, al menor movimiento, iba y venía.

Don Benito la tenía horizontalmente en la palma de la mano y la miraba con mucha atención, sin encontrarle nada de particular; sólo que, en vez de tener como la que antes había visto, rayitas y números, no tenía más que una muesquita en una de las puntas.

De un movimiento brusco la enderezó poniendo la muesca abajo, y en seguida empezó á llover á cántaros. Sorprendido por el agua, corrió al rancho, llevando ya horizontalmente la tablita, y antes que llegase á la puerta, que estaba cerquita, ya no llovía.

— Caramba!—exclamó.

Y volviendo á salir, enderezó otra vez la tablita, siempre con la muesça por abajo, y volvió á llover; la puso después con la muesca para arriba, y no so-