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no sabía don Benito á qué atribuirlo, cuando un día, al descolgar el saco para ponérselo, lo dejó caer entre una silla y la pared, y en seguida empezó á llover.

Sorprendido por ese aguacero tan repentino, no pudo menos de pensar que era producido por el misterioso talismán; alzó con precaución el saco, y cesó el agua; tanteó entonces por todas partes, recorriendo con la mano las costuras, y acabó por descubrir la tablita entre el forro y el paño. Al caer el saco, medio detenido por la silla, se había puesto parada y había llovido; al alzarlo, había vuelto á su posición horizontal y había cesado la lluvia. ¡Lo que son las cosas !

Don Benito, por supuesto, se alegró mucho de hallarse otra vez en posesión de la preciosa tablita, y quiso primero que todo el vecindario estuviese de parabienes; pero sea que fuese hombre de poco tino —lo mismo por lo demás, que sus desconocidos antecesores—sea que los habitantes de la llanura fueran en aquel entonces unos majaderos, nunca supo contentarlos.

Nada más fácil, al parecer, que regar con moderación la tierra cada vez que lo necesita. Pues, señor, nunca acertaba.

Habiendo oído que, juntos, se quejaban por falta de agua, un agricultor y un estanciero, y deseoso de servirles, por ser buena gente, que siempre lo convidaba, colocó don Benito, sin decirles nada, su tablita de hacer llover con la muesca por abajo, y la dejó así dos días y dos noches. Llovió, naturalmente, una barbaridad; y después de haber vuelto á poner horizontalmente la tablita, se fué á la pulpería para gozar de la satisfacción de sus protegidos. Pero salió